¿A veces se entiende por Arte la técnica; sin embargo, mientras que a la técnica se llega por medio de la constancia y por acto de voluntad, al Arte se llega por el acercamiento a la perfección interna; esa perfección del alma que no tiene metros para medirse, ni métodos racionales para explicarla, porque esta más allá de la materia y la razón.
Leonardo da Vinci.
Los amantes de la literatura se encontrarán aquí con una obra inmortal, una de las grandes cumbres de las letras latinoamericanas y la poesía de habla hispana, tan inmensa como la historia antigua de un continente que recorre de norte a sur, escrita a retazos, en distintos espacios, lugares y geografías, tan pegada a lo local como elevada por su globalidad continental, como corresponde a un viajero impenitente, escrita en diferentes papeles sueltos y de formas diversas, con letras distintas y saltos en el tiempo, según el momento, las circunstancias y disponibilidades materiales. Una obra, en suma, única y universal.
Quienes disfrutan de los libros, los que tienen alma de bibliófilo, los amantes de las letras y el Arte, tienen entre sus manos un ejemplar magnífico, un facsímil de aquel original Canto General imposible de encontrar, cual si fuese una expresión nueva, en tiempos de internet, de aquella vieja República de las Letras que hace siete siglos enlazó a los grandes renacentistas, autores e impresores que, desde la republica libre de Venecia, vadeaban los empeños de la Iglesia por controlar a pensadores y editores, eruditos y agentes de progreso. A finales del siglo XV, había en Venecia, Serenissima Reppublica capital de sabiduría y libertad, unas doscientas imprentas, donde se produjo una buena cantidad de obras a modo de flujo cultural, no siempre bien recibido por los censores de la época.
No es casual que sus breves memorias se titulen Confieso que he vivido. ¡Y en verdad que vivió!; ¡y de forma muy intensa! Quizá por eso, no puede sorprendernos que, reflexionando sobre Francisco de Quevedo, Pablo Neruda concluyese que «hay una sola enfermedad que mata, y esa es la vida». Sin duda, admitámoslo así, al poeta le mató la vida. Pero tuvo la inmensa suerte de vivir y transitar por una época de efervescencia cultural: el periodo de la primera mitad del siglo pasado, tiempos de entreguerras, de presencia activa de intelectuales en un momento complejo de la historia. Fue coetáneo de una generación de grandes creadores en todos los campos. Fue también momento de agrias polémicas y no pocos enfrentamientos, de tensión en vísperas de guerra, primero, y de posguerra, después.
En ocasiones, las cosas se hacen difíciles. Le habían otorgado el Premio Nobel en 1971, dos años antes de la muerte y de la música. La Academia sueca dijo, en aquella ocasión, para justificar el galardón, que se le concedía por su poesía, que con la potencia de una fuerza natural hace revivir el destino y los sueños de un continente. Ocho años antes, en 1963, se lo negaron, pese a quedar finalista, por sus querencias ideológicas. Claro que en ese mismo año, también fueron descartados Mijaíl Shólojov por tener idénticas afinidades que aquel; Samuel Beckett, por nihilista y negativo; y Vladimir Nabokov, por su novela Lolita que parecía inmoral. A todos les llegaría después el galardón. Los tiempos cambian; las obras quedan. Tal vez se explique por la capacidad evocadora del arte, su potencia educativa, su posibilidad de provocar emociones por encima del tiempo y las ideologías, su fuerza para elevar la imaginación y desarrollar nuevas percepciones, más allá de cualquier condición.
Publicado en el libro de Neruda de la Fundación Aquae