Como ciudadano, respeto y defiendo la cultura. Como lector, amo los libros y el mundo fascinante que componen. Como barcelonés, siempre me ha gustado la Diada de Sant Jordi que, en un inusual espectáculo urbano, puebla plazas y calles de libros y rosas. No siempre estoy en esta fecha en Barcelona. Y, cuando estoy, intento siempre disfrutar de esta efervescente jornada y de pasear por la ciudad para visitar las librerías, aunque no sea el mejor día por estar demasiado llenas en esta fecha, y para recrearme de un ambiente festivo que envuelve este día, laborable pero con tiempo para celebrar la cultura.
Es una ocasión en la que coinciden una obligación poética: comprar una rosa, y un compromiso cultural: apoyar al libro y adquirir -al menos- uno. Esta festiva conjunción de naturaleza (rosa) y cultura (libro) invita a reflexionar sobre la necesidad de transformar el día del libro en el libro del día: Nulla dies sine linia que decía el adagio latino. Cada día deberíamos leer, y releer, y pensar. Un ejercicio que personalmente trato de hacer de forma habitual. Lo único que nos dará un buen futuro es la educación y, con ella, la cultura. Por eso, la Fundación AQUAE apoya la publicación de grandes clásicos españoles y, desde la Fundación AGBAR, se llevan a cabo patrocinios con varias fundaciones, entre las que cabe destacar La Astoreca.
De todos los actos en los que tengo que participar en razón de mi condición de Presidente de AGBAR o de alguna de sus fundaciones, uno de los más inusuales probablemente haya sido el del pasado 19 de febrero: la presentación de la Biblioteca Clásica dirigida por el académico Francisco Rico. Para un Ingeniero de Caminos como yo, lector de Juan Benet, amante de los libros de ciudades, de mundos reales, imaginarios, perdidos o futuros, entrar en la Real Academia de la Lengua produce una oleada de emociones que van, desde el profundo respeto y admiración por el buen uso del lenguaje hasta el temor referencial que provocan las instituciones de rancio abolengo, al temer no estar a la altura de las circunstancias.
El mundo del libro me parece fascinante. Hay obras que pasan desapercibidas; otras que quedan almacenadas en una alacena especial; las hay que permanecen en el recuerdo; otras que marcan huella: algunas, por las tapas, otras por las solapas, la textura del papel o la belleza de la edición; y muchas, sin duda, quedan en el olvido… Sin embargo, hay algo que siempre permanece: lo clásico, las grandes obras, aquello que pertenece a nuestra historia, a nuestro acervo cultural, a nuestro pasado, a nuestro presente y a nuestro futuro. Si con algo cuenta la Real Academia es con libros y nuestros mejores amigos, en muchas circunstancias de la vida, son ellos, los libros. Nunca pueden sustituir a las personas, pero abren mundos desconocidos e insólitos.
Un día como hoy, lo que me viene a la memoria es ese gran texto de Italo Calvino en donde se interroga ¿Por qué leer a los clásicos? Me gustan casi todos los libros de Calvino; en especial algunos como Seis propuestas para el próximo milenio, «Las ciudades invisibles» (aprecio especialmente los libros sobre ciudades, pero este tema lo dejaré para otro día). El autor efectúa en esa obra catorce definiciones de los clásicos. Sin duda la que más me deleita es la número once: Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él. Ese es el gran valor del libro de Calvino: da una gran lección de literatura y también de humanidad, una clase magistral de vida. Este mismo libro se ha convertido ya en un clásico, en mi clásico. Uno de mis clásicos.
Sumergido en esta reflexión, mis pensamientos se dirigen hacia mis clásicos -que cada uno puede tener los que guste- y aplicar lo que dijo Wittgenstein en su Tractatus: Lo que puede decirse debe decirse con claridad y de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar. Por lo tanto los ciudadanos, las personas del país, al margen de clases y condiciones, de forma generalizada, deberíamos hablar sólo de lo que debamos y con la convicción de que podemos hacerlo sin pretensiones altaneras ni cosmológicas o totalizadoras. Para ello, debemos leer más a nuestros clásicos de manera intensa, inteligente y reflexiva. Así, cuando deseemos hablar, lo haremos de forma más consistente e instruida, expresaremos mejor lo que sabemos, callaremos sabiamente lo que ignoramos y pensaremos más lo que decimos.
Feliz día del libro, y que leamos un libro cada día.