Por Quim Monzó
El lepisma al menos sale a la superficie en la oscuridad de la noche, cuando sabe que dormimos.
Al amanecer, cuando ha sonado el despertador y he ido a lavarme la cara, he descubierto en la pila una sardineta, un pez de plata, un lepisma. Tantos nombres como tiene y tan pequeño como es. Normalmente habría abierto el grifo de golpe, para que el chorro de agua lo empujase hacia el agujero y, de allí, desagüe abajo, hacia el mundo oscuro de todos los desagües: húmedo y sucio de restos humanos: pelos caídos cuando te peinas, caspa, pelos de la barba cuando te afeitas, trocitos de uñas cortadas, restos de epidermis, alguna pestaña, alguna mucosa diluida… Estoy seguro de que en las cañerías que se hunden hacia el piso de abajo viven familias de pequeños animales. El lepisma es de los más atrevidos, porque al menos sale a la superficie en la oscuridad de la noche, cuando sabe que dormimos, pero también debe de haber microorganismos unicelulares que viven una vida plácida y mojada, amén de células rebeldes, deshiladas del cuerpo de algún insecto con escamas y antenas helicoides.
Normalmente habría abierto el grifo de golpe, para que el chorro de agua lo empujase hacia el agujero, y acto seguido habría puesto el tapón y habría llenado la pila de agua, hasta la ranura que permite que, si alguna vez dejas la pila tapada y el grifo abierto y te vas a otro lugar de la casa y te olvidas, el agua no se salga e inunde el baño. Entonces habría sacado el tapón con la seguridad de que la fuerza del agua acumulada la arrastraría abajo, hacia la cañería general del edificio, y de allí a la calle, donde los habitantes de esta cañería hacen vida social con los habitantes de las cañerías próximas: la del edificio de la escuela de medicina china, la del edificio donde en la planta baja viven filipinos en una tienda ilegalmente convertida en vivienda, la del edificio de enfrente, ocupado por erasmus que quizá pronto, si los recortes acaban con esas becas, tendrán que volver a sus países y dejar la dolce vita de aquí.
Todo eso habría hecho normalmente pero, como ayer leí que la sardineta es un animal prehistórico, que existe desde hace cerca de 400 millones de años, hoy la he mirado con más respeto. ¡Me lavaba la cara y frente a mí tenía un animal que nos llega directamente de mucho antes del paleolítico, del periodo carbonífero, o del devónico! La he observado un rato. A pesar de la luz encendida estaba inmóvil, supongo que en un intento de pasar desapercibida. De golpe he olvidado el asco que me daban cuando era joven, y la rabia cuando descubría alguna tras un libro y veía las páginas roídas y la cantidad de volúmenes que me estropeaban. ¡No son broma 400 millones de años! Hace tiempo había calibrado la posibilidad de eliminarlas con bórax o cloruro amónico. En vez de todo eso, hoy lo que al fin he hecho ha sido simplemente abrir el grifo y observar cómo, a pesar de los intentos de moverse deprisa para huir del chorro de agua, ha acabado en el agujero, de donde me ha parecido oír una voz muy floja que decía: «Hasta mañana».
Publicado en La Vanguardia