Agua, aire, fuego y tierra constituían hace miles de años, cuando aún se creía que el mundo era plano y la vida más lenta, los elementos básicos sobre los que se asentaba la explicación de la naturaleza, la base de la vida. Los cuatro elementos formaban el pedestal de la cosmogonía en tiempos presocráticos.
Ahora, la base de nuestro presente y, sobre todo, de nuestro futuro se ha transmutado en un triángulo en el que agua, los alimentos y la energía constituyen los vértices de un espacio de globalidad planetaria en cuyo centro se encuentran las personas.
El agua, que ya estaba en los fundamentos del pensamiento antiguo, es un elemento imprescindible para la vida. Zisabrós era, en griego antiguo, el vocablo con que se aludía tanto a un tesoro como al pozo de agua y, con ello, el agua misma. Más que un bien de primera necesidad, en el agua está el propio origen de la vida y un elemento imprescindible para su continuidad. Las culturas hídricas están en el inicio de las grandes civilizaciones del neolítico. El aprovechamiento de las aguas del Indo, del Éufrates o del Nilo favoreció un espectacular desarrollo tecnológico en el tratamiento del agua, nuevos paradigmas de conocimiento e incluso la aparición de poderes políticos y religiones ligadas a ella. Decía Leonardo da Vinci que ¿el agua es la fuerza motriz de toda la naturaleza¿. No es casual que ese progreso, la tecnología del agua y sus derivadas, haya impulsado siempre la economía, la cultura y el desarrollo social.
Vivimos tan atrapados en el vertiginoso devenir de los acontecimientos que hemos perdido la capacidad de atención sobre los detalles minúsculos que reflejan el verdadero pulso de la vida: el color cambiante del cielo, el olor de la hierba húmeda, el paso de las estaciones… Los occidentales estamos cada vez más alejados de la naturaleza y pensamos, ingenuamente, que vamos a encontrar todas las respuestas a nuestras preguntas en un universo artificial que cabe en la palma de nuestra mano, en el limitado espacio de la pantalla de un teléfono móvil o tablet, por muy inteligente que sea.
La naturaleza, como bien saben los orientales, es un compendio de sabiduría y una fuente de inspiración. Las fuerzas que la mueven contienen las bases para lograr un desarrollo sostenible y un equilibrio entre todos los elementos. Es necesario observar el papel del agua, la tierra, el fuego y el aire en cada una de sus manifestaciones. Hay que ver cómo se interrelacionan en la furia de un volcán, la belleza de un salto de agua o el estruendo de una tormenta. Necesitamos empaparnos de esta riqueza para comprenderla y comprendernos, en la mejor tradición del pensamiento socrático inspirado en la frase que dicen estuvo escrita en el frontispicio del templo a Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo». El futuro pasa por saber adaptarnos a ese maravilloso hogar que es nuestro planeta y conocer mejor la realidad de los seres que lo habitamos.
La naturaleza debe ser nuestra fuente de inspiración en el camino hacia un mundo más sostenible, con una distribución más igualitaria de la riqueza y un aprovechamiento racional de los recursos. Contemplar las cataratas Victoria, frontera natural entre Zimbabue y Zambia, el volcán Bromo en Indonesia o la gran barrera de coral en Australia puede ayudarnos a comprender la suprema inteligencia con que las fuerzas vivas de la naturaleza, aquellos cuatro elementos de los antiguos, han llegado a una integración y un entendimiento, a una obra de ingeniería y geotermia natural en donde el equilibrio no es un medio, sino un fin en sí mismo. Una lección que debemos aprender.
Publicado en Fundación Aquae